Saturday, December 16, 2006

Metafísica de los tubos


En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era indefinida: se bastaba sola a sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno. Por nada del mundo se le habría ocurrido crear algo. La nada era más que suficiente: lo colmaba.
Dios tenía los ojos perpetuamente abiertos y fijos. Si hubieran estado cerrados, nada habría cambiado. No había nada que ver y Dios nada miraba. Se sentía repleto y compacto como un huevo duro, cuya redondez e inmovilidad también poseía.
Dios era la satisfacción absoluta. Nada deseaba, nada esperaba, nada percibía, nada rechazaba y por nada se interesaba. La vida era plenitud hasta tal puntoque ni siquiera era vida. Dios no vivía, existía.
Para él, su existencia no había tenido un principio perceptible. Algunos grandes libros comienzan con unas primeras frases tan poco llamativas que uno las olvida inmediatamente y tiene la impresión de vivir instalado en esa lectura desde el principio de los tiempos. De igual modo, resultaba imposible señalar el momento en el que Dios había empezado a existir. Era como si siempre hubiese existido.
Dios carecía de lenguaje y, por consiguiente, también de pensamiento. Era todo saciedad y eternidad, Y ese todo demostraba hasta qué punto Dios era Dios. Y esa evidencia carecía de importancia, ya que a Dios le traía sin cuidado ser Dios.
Los ojos de los seres vivos poseen la más sorprendente de las virtudes: la mirada. No existe nada tan singular. De las orejas de las criaturas no decimos que poseen “escuchada”, ni de sus narices que poseen una “olida o una “aspirada”.
¿Qué es la mirada? Ninguna palabra puede aproximarse a su extraña esencia, Y, sin embargo, la mirada existe. Incluso podría decirse que pocas realidades existen hasta tal punto.
¿Cual es la diferencia entre los ojos que poseen una mirada y los ojos que no la poseen? Esta diferencia tiene un nombre: la vida. La vida comienza donde empieza la mirada.
Dios carecía de mirada.
Las únicas actividades de Dios eran la deglución, la digestión y, como consecuencia directa, la excreción. Esas actividades vegetativas pasaban por el cuerpo de Dios sin que él se diera cuenta. Los alimentos, siempre los mismos, no resultaban lo suficientemente estimulantes para que él los percibiera. Algo parecido ocurría con la bebida. Dios abría todos los orificios necesarios para que los alimentos y líquidos lo atravesaran.
Ésta era la razón por la cual llegados a este punto de su desarrollo, llamaremos a Dios el tubo.
Existe una metafísica de los tubos. Sobre los tubos, Slawomir Mrozek ha escrito palabras que uno no sabe si son abrumadoras en su profundidad o extraordinariamente desternillantes. Quizás sean ambas cosas a la vez: los tubos son una singular mezcla de plenitud y vacío, de materia hueca, una membrana de existencia que protege un haz de inexistencia. La manguera es la versión flexible del tubo: su blandura no la convierte por ello en algo menos enigmático.
Dios poseía la flexibilidad de la manguera, pero seguía siendo rígido e inerte, confirmando así su naturaleza de tubo. Conocía la serenidad absoluta del cilindro. Filtraba el universo y nada retenía.

Metafísica de los tubos, Amélie Nothomb

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